Antonio Buero Vallejo
En La Ardiente Oscuridad
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En La Ardiente Oscuridad

ACT I

Fumadero en un moderno centro de enseñanza: lugar semiabierto de tertulia para el buen tiempo. A la izquierda del foro, portalada que da a la terraza. Al fondo se divisa la barandilla de ésta, bajo la cual se supone el campo de deportes. Las ramas de los copudos árboles que en él hay se abren tras la barandilla, cuajadas de frondoso follaje, que da al ambiente una gozosa claridad submarina. Sobre una liviana construcción de cemento, enormes cristaleras, tras las que se divisa la terraza, separan a ésta de la escena, dejando el hueco de la portalada. En el primer término izquierdo hay un veladorcito y varios sillones y sillas. En el centro, cerca del foro, un sofá y dos sillones alrededor de otro veladorcito. Junto al lateral derecho, otro velador aislado como un sillón. Ceniceros en los tres veladores. Las cristaleras doblan y continúan fuera de escena, a la mitad del lateral izquierdo, formando la entrada de una galería. En el lateral derecho, una puerta.
(Cómoda y plácidamente sentados, fumando algunos de ellos, vemos allí a ocho jóvenes estudiantes pulcramente vestidos. No obstante su aire risueño y atento, hay algo en su aspecto que nos extraña, y una observación más detenida nos permite comprender que todos son ciegos. Algunos llevan gafas negras, para velar, sin duda, un espectáculo demasiado desagradable a los demás; o, tal vez, por simple coquetería. Son ciegos jóvenes y felices, al parecer; tan seguros de sí mismos que, cuando se levantan, caminan con facilidad y se localizan admirablemente, apenas sin vacilaciones o tanteos. La ilusión de normalidad es, con frecuencia, completa, y el espectador acabaría por olvidar la desgracia física que los aqueja si no fuese por un detalle irreductible que a veces se la hace recordar: estas gentes nunca se enfrentan con la cara de su interlocutor.
CARLOS y JUANA ocupan los sillones de la izquierda. Él es un muchacho fuerte y sanguíneo, de agradable y enérgica expresión. Atildado indumento en color claro, cuello duro. Ella es linda y dulce. ELISA ocupa el sillón de la derecha. Es una muchacha de físico vulgar y de espíritu abierto, simple y claro. En el sofá están los estudiantes ANDRÉS, PEDRO y ALBERTO, y en los sillones contiguos, las estudiantes LOLITA y ESPERANZA.)
ELISA.—(Impaciente.) ¿Qué hora es, muchachos? (Casi todos ríen, expansivos, como si hubiesen estado esperando la pregunta.) No sé por qué os reís. ¿Es que no se puede preguntar la hora? (Las risas arrecian.) Está bien. Me callo.
ANDRÉS.—Hace un rato que dieron las diez y media.
PEDRO.—Y la apertura del curso es a las once.
ELISA.—Yo os preguntaba si habían dado ya los tres cuartos.
LOLITA.—Hace un rato que nos lo has preguntado por tercera vez.
ELISA.—(Furiosa.) Pero ¿han dado o no?
ALBERTO.—(Humorístico.) ¡Ah! No sabemos...
ELISA.—¡Sois odiosos!
CARLOS.—(Con ironía.) Ya está bien. No os metáis con ella. Pobrecilla.
ELISA.—¡Yo no soy pobrecilla!
JUANA.—(Dulce.) Todavía no dieron los tres cuartos, Elisa.
(MIGUELÍN, un estudiante jovencito y vivaz, que lleva gafas oscuras, porque sabe por experiencia que su vivacidad es penosa cuando las personas que ven la contrastan con sus ojos muertos, aparece por la portalada.)
ANDRÉS.—Tranquilízate. Ya sabes que Miguelín llega siempre a todo con los minutos contados.
ELISA.—¿Y quién pregunta por Miguelín?
MIGUEL.—(Cómicamente compungido.) Si nadie pregunta por Miguelín, lloraré.
ELISA.—(Levantándose de golpe.) ¡Miguelín!
(Corre a echarse en sus brazos, mientras los demás acogen al recién llegado con cariñosos saludos. Todos, menos CARLOS y JUANA, se levantan y se acercan para estrechar su mano.)
ANDRÉS.—¡Caramba, Miguelín!
PEDRO.—¡Ya era hora!
LOLITA.—¡La tenías en un puño!
ESPERANZA.—¿Qué tal te ha ido?
ALBERTO.—¿Cómo estás?
(Sin soltar a ELISA,MIGUELÍN avanza decidido hacia el sofá.)
CARLOS.—¿Ya no te acuerdas de los amigos?
MIGUEL.—¡Carlos! (Se acerca a darle la mano.) Y Juana al lado, seguro.
JUANA.—Lo has acertado.
(Le da la mano.)
MIGUEL.—(Volviendo a coger a ELISA.) ¡Uf! Creí que no llegaba a la apertura. Lo he pasado formidable, chicos; formidable. (Se sienta en el sofá con ELISA a su lado. ANDRÉS se sienta con ellos. Los demás se sientan también.) ¡Pero tenía unas ganas de estar con vosotros! Es mucha calle la calle, amigos. Aquí se respira. En cuanto he llegado, ¡zas!, el bastón al conserje. «¿Llego tarde?». «Aún faltan veinte minutos». «Bien». Saludos aquí y allá... «¡Miguelín!». «Ya está aquí Miguelín». Y es que soy muy importante, no cabe duda.
(Risas generales.)
ELISA.—(Convencida de ello.) ¡Presumido!
MIGUEL.—Silencio. Se prohíbe interrumpir. Continúo. «Miguelín, ¿adónde vas?» «Miguelín, en la terraza está Elisa...»
ELISA.—(Avergonzada. le propina un pellizco.) ¡Idiota!
MIGUEL.—(Gritando.) ¡Ay!... (Risas.) Continúo. «¿Que a dónde voy? Con mi peña y a nuestro rincón». Y aquí me tenéis. (Suspira.) Bueno, ¿qué hacemos que no nos vamos al paraninfo?
(Intenta levantarse.)
LOLITA.—No empieces tú ahora. Sobra tiempo.
ANDRÉS.—(Reteniéndole.) Cuenta, cuéntanos de tus vacaciones.
ESPERANZA.—(Batiendo palmas.) Sí, sí. Cuenta.
ELISA.—(Muy amoscada, batiendo palmas también.) Sí, sí. Cuéntaselo a la niña.
ESPERANZA.—(Desconcertada.) ¿Eso qué quiere decir?
ELISA.—(Seca.) Nada. Que también yo sé batir palmas.
(Los estudiantes ríen.)
ESPERANZA.—(Molesta.) ¡Bah!
MIGUEL.—Modérate, Elisa. Los señores quieren que les cuente de mis vacaciones. Pues atended.
(Los chicos se arrellanan, complacidos y dispuestos a oír algo divertido. MIGUELÍN empieza a reírse con zumba.)
PEDRO.—¡Empieza de una vez!
MIGUEL.—Atended. (Riendo.) Un día cojo mi bastón para salir a la calle, y... (Se interrumpe. Con tono de sorpresa.) ¿No oís algo?
ANDRÉS.—¡Sigue y no bromees!
MIGUEL.—¡Si no bromeo! Os digo que oigo algo raro. Oigo un bastón...
LOLITA.—(Riendo.) El tuyo, que lo tienes en los oídos todavía.
ELISA.—Continúa, tonto...
ALBERTO.—No bromea, no. Se oye un bastón.
JUANA.—También yo lo oigo.
(Todos atienden. Pausa. Por la derecha, tanteando el suelo con su bastón y con una expresión de vago susto, aparece IGNACIO. Es un muchacho delgaducho, serio y reconcentrado, con cierto desaliño en su persona: el cuello de la camisa desabrochado, la corbata floja, el cabello peinado con ligereza. Viste de negro, intemporalmente, durante toda la obra. Avanza unos pasos, indeciso, y se detiene.)
LOLITA.—¡Qué raro!
(IGNACIO se estremece y retrocede un paso.)
MIGUEL.—¿Quién eres?
(Temeroso, IGNACIO se vuelve para salir por donde entró. Después cambia de idea y sigue hacia la izquierda, rápido.)
ANDRÉS.—¿No contestas?
(IGNACIO tropieza con el sillón de JUANA. Tiende el brazo y ella toma su mano.)
MIGUEL.—(Levantándose.) ¡Espera, hombre! No te marches.
(Se acerca a palparle, mientras JUANA dice, inquieta:)
JUANA.—Me ha cogido la mano.... No le conozco.
(IGNACIO la suelta, y MIGUELÍN lo sujeta por un brazo.)
MIGUEL.—Ni yo.
(ANDRÉS se levanta y se acerca también para cogerle por el otro brazo.)
IGNACIO.—(Con temor.) Dejadme.
ANDRÉS.—¿Qué buscas aquí?
IGNACIO.—Nada. Dejadme. Yo... soy un pobre ciego.
LOLITA.—(Riendo.) Te ha salido un competidor, Miguelín.
ESPERANZA.—¿Un competidor? ¡Un maestro!
ALBERTO.—Debe de ser algún gracioso del primer curso.
MIGUEL.—Dejádmelo a mí. ¿Qué has dicho que eres?
IGNACIO.—(Asustado.) Un... ciego.
MIGUEL.—¡Oh, pobrecito, pobrecito!. ¿Quiere que le pase a la otra acera? (Los demás se desternillan.) ¡Largo, idiota! Vete a reír de los de tu curso.
ANDRÉS.—Realmente, la broma es de muy mal gusto. Anda, márchate.
(Lo empujan. IGNACIO retrocede hacia el proscenio.)
IGNACIO.—(Violento, quizá al borde del llanto.) ¡Os digo que soy ciego!
MIGUEL.—¡Qué bien te has aprendido la palabrita! ¡Largo!
(Avanzan hacia él, amenazadores. ALBERTO se levanta también.)
IGNACIO.—Pero ¿es que no lo veis?
MIGUEL.—¿Cómo?
(JUANA y CARLOS, que comentaban en voz baja el incidente, intervienen.)
CARLOS.—Creo que estamos cometiendo un error muy grande, amigos. Él dice la verdad. Sentaos otra vez.
MIGUEL.—¡Atiza!
CARLOS.—(Acercándose con JUANA a IGNACIO.) Nosotros también somos... ciegos, como tú dices.
IGNACIO.—¿Vosotros?
JUANA.—Todos lo somos. ¿Es que no sabes dónde estás?
(ELISA toma del brazo a MIGUELÍN, que está desconcertado. Los estudiantes murmuran entre sí. ANDRÉS y PEDRO vuelven a sentarse. Todos atienden.)
IGNACIO.—Sí lo sé. Pero no puedo creer que seáis… como yo.
CARLOS.—(Sonriente.) ¿Por qué?
IGNACIO.—Andáis con seguridad. Y me habláis… como si me estuvieseis viendo.
CARLOS. — No tardarás tú también en hacerlo. Acabas de venir, ¿verdad?
IGNACIO.—Sí
CARLOS.— ¿Solo?
IGNACIO.—No. Mi Padre está en el despacho, con el director.
JUANA.—¿Y te han dejado fuera?
IGNACIO.—El director dijo que saliera sin miedo. Mi padre no quería, pero don Pablo dijo que saliese y anduviese por el edificio. Dijo que era lo mejor.
CARLOS.—(Protector.) Y es lo mejor. No Tengas miedo.
IGNACIO.—(Con orgullo.) No lo tengo.
CARLOS. — Lo de aquí ha sido un incidente sin importancia. Es que Miguelín es demasiado alocado.
MIGUEL. — Dispensa, chico. Todo fue por causa de don Pablo.
ALBERTO. — (Riendo.) La pedagogía.
MIGUEL. — Eso. Te ha aplicado la pedagogía desde el primer minuto. Ya tendrás mas encuentros con esa señora. No te preocupes.
(Se vuelve con ELISA, y ambos se sientan en los dos sillones de la izquierda. Se ponen a charlar, muy amartelados.)
CARLOS.—Por esta vez es bastante. Si quieres te volveremos al despacho.
IGNACIO. — Gracias. Sé ir yo solo. Adiós.
(Da unos pasos hacia el foro.)
CARLOS.—(Calmoso.) No, no sabes... Por ahí se va a la salida. (Le coge afectuosamente del brazo y le hace volver hacia la derecha. Pasivo y con la cabeza baja, IGNACIO se deja conducir.) Espérame aquí, Juana. Vuelvo en seguida.
Juana.—Sí.
(Por la derecha aparecen EL PADRE DE IGNACIO y DON PABLO, director del Centro. El PADRE entra con ansiosa rapidez, buscando a su hijo. Es un hombre agotado y prematuramente envejecido, que viste con mezquina corrección de empleado. Sonriente y tranquilo, le sigue DON PABLO, señor de unos cincuenta años, con las sienes grises, en quien la edad no ha borrado un vago aire de infantil lozanía. Su vestido es serio y elegante. Usa gafas oscuras.)
EL PADRE. — Aquí está Ignacio.
SON PABLO.—Ya le dije que le encontraríamos. (Risueño.) Y en buena compañía, creo. Buenos días, muchachos.
(A su voz, todos los ESTUDIANTES se levantan.)
ESTUDIANTES.—Buenos días, don Pablo.
(EL PADRE se acerca a su hijo y le coge, entre tímido y paternal, por el brazo. IGNACIO no se mueve, como si el contacto le disgustase.)
CARLOS.—Ya hemos heco conocimiento con Ignacio.
JUANA.—Carlos se lo llevaba ahora a ustedes.
DON PARLO. — (Al PADRE.) Como ve, no le ha pasado nada. El chico ha encontrado en seguida amigos. Y de los Buenos: Carlos, que es uno de nuestros mejores alumnus, y Juana.
EL PADRE.—(Corto.) Encantado.
JUANA.—El gusto es nuestro.
DON PABLO.—Su hijo se encontrará bien entre nosotros, puede estar seguro. Aquí encontrará alegría, Buenos compañeros, juegos…
EL PADRE.—Sí, desde luego. Pero los juegos… ¡Los juegos que he visto son maravillosos, no hay duda! Nunca pude suponer que los ciegos pudiesen jugar al balón. ¡Y menos deslizarse por un tobogán tan alto! (Tímido.) ¿Cree usted que mi Ignacio podrá hacer esas cosas sin peligro?
DON PABLO. —Ignacio hará eso y mucho más. No lo dude.
EL PADRE.-- ¿No se caerá?
DON PABLO.-- ¿Acaso se caen los otros?
EL PADRE.—Es que parece imposible que puedan jugar así, sin que haya que lamenter…
DON PABLO.—Ninguna desgracia; no, señor. Esas y otras distracciones llevan ya mucho tiempo entre nosotros.
EL PADRE. — Pero todos estos chicos, ¡pobrecillos!, son ciegos. ¡No ven nada!
DON PABLO.—En cambio, oyen y se orientan major que usted. (Los estudiantes asienten con rumores.) Por otra parte... (irónico) no crea que es muy adecuado calificarles de pobrecillos… ¿No le parece, Andrés?
ANDRÉS.—Usted lo ha dicho.
DON PABLO.—¿Y ustedes, Pedro, Alberto?
PEDRO.—Desde luego, no. No somos pobrecillos.
ALBERTO.—Todo, menos eso.
LOLITA.—Si usted nos permite, don Pablo...
DON PABLO.—Sí, diga.
LOLITA.—(Entre risas.) Nada. Que Esperanza y yo pensamos lo mismo.
EL PADRE.—Perdonen.
DON PABLO.—Perdónenos a nosotros por lo que parece una censura y no es más que una explicación. Los ciegos, o, simplemente, los invidentes, como nosotros decimos, podemos llegar donde llegue cualquiera. Ocupamos empleos, puestos importantes en el periodismo y en la literature, cátedras... Somos fuertes, saludables, sociables... Poseemos una moral de acero. Por lo demás, no son éstas conversaciones a las que ellos estén acostumbrados. (A los demás.) Creo que los más listos de ustedes podrían ir ya tomando sitio en el paraninfo. Falta poco para las once. (Risueño.) Es un aviso leal.
ANDRÉS.—Gracias, don Pablo. Vámonos, muchachos.
(ANDRÉS, PEDRO, ALBERTO y las dos ESTUDIANTES desfilan por la izquierda.)
ESTUDIANTES.—Buenos días. Buenos días, don Pablo.
DON PABLO. — Hasta ahora, hijos, hasta ahora.
(Los ESTUDIANTES salen. ELISA trata de imitarlos pero MIGUELIN tira de su brazo y la obliga a sentarse. Con las manos enlazados, vuelven a engolfarse en su charla. JUANA y CARLOS permanecen de pie, a la izquierda, atendiendo a DON PABLO. Breve pausa.)
EL PADRE.—Estoy avergonzado. Yo...
DON PABLO.—No tiene importancia. Usted viene con los prejuicios de las gente que nos desconocen. Usted, por ejemplo, creerá que nosotros no nos casamos...
EL PADRE.—Nada de eso... Entre ustedes, naturalmente...
DON PABLO.—No señor. Los matrimonios entre personas que ven y personas que no ven abundan cada día más. Yo mismo...
EL PADRE.—¿Usted?
DON PABLO.—Sí. Yo soy invidente de nacimiento y estoy casado con una vidente.
IGNACIO.—(Con lento asombro.) ¿Una vidente?
EL PADRE.—¿Así nos llaman ustedes?
DON PABLO.—Sí, señor.
EL PAADRE.—Perdone, pero...como, nosotros llamamos videntes a los que dicen gozar de doble vista...
DON PABLO.—(Algo seco.) Naturalmente. Pero nosotros, forzosamente más modestos, llamamos así a los que tienen, simplemente, vista.
EL PADRE.—(Que no sabe dónde meterse.) Dispense una vez más.
DON PABLO.—No hay nada que dispensar. Me encantaría presentarle a mi esposa, pero no ha llegado aún. Ignacio la conocerá de todos modos, porque es mi secretaria.
EL PADRE.—Otro día será. Bieo, Ignacio, hijo... Me marcho contento de dejarte en tan buen lugar. No dudo que te agradará vivir aquí. (Silencio de IGNACIO. A CARLOS y JUANA.) Y ustedes, se lo ruego: ¡levántenle el ánimo! (Con inhábil jocosidad.) Infúndanle esa moral de acerco que les caracteriza.
IGNACIO.—(Disgustado.) Padre.
EL PADRES.—(Abrazándole.) Sí, hijo. De aquí saldrás hecho un hombre...
DON PABLO.—Ya lo creo. Todo un sseñor licenciado, dentro de pocos años.
(La tensión entre padre e hijo se disuelve. CARLOS interviene cogiendo del brazo a IGNACIO.)
CARLOS.—Si nos lo permiten, nos llevaremos a nuestro amigo.
EL PADRE. — Sí, con mucho gusto. (Afectado.) Adiós, Ignacio... Vendré... pronto... a verte.
IGNACIO.—(Indiferente.) Hasta pronto, padre.
(EL PADRE está muy afectado; mira a todos con ojos húmedo, que ellos no pueden ver. En sus movimientos muestra múltiples vacilaciones: volverá abrazar a su hijo, despedirse de los dos ESTUDIANTES, consultar a DON PABLO con una perruna Mirada que se pierde en el aire.)
DON PABLO.— ¿Vamos?
EL PADRE.—Sí, sí. (Inician la marcha hacia el foro.)
DON PABLO. — (Deteniéndose.) Acompáñele el paraninfo, Carlos. ¡Ah! Y preséntele a Miguelín, porque can a ser compañeros de habitación.
CARLOS. — Descuide, don Pablo.
(DON PABLO acompaña al PADRE a la puerta del fondo, por la que salen ambos, mientras le dice una serie de cosas a las que aquél atiende mal, preocupado como está en volverse con frequencia a ver a su hijo, con una expresión cada vez más acongojada. Al fin, desaparecen tras la cristalera, por la derecha Entre tanto, CARLOS, IGNACIO y JUANA se sitúan en el primer término izquierdo.)
CARLOS.—¡Lástima que no vinieses antes! ¿Comienzas ahora la carrera?
IGNACIO.—Sí. El preparatorio.
CARLOS.—Juana y yo te ayudaremos. No repares en consultarnos cualquier dificultad que encuentres.
JUANA. — Desde luego.
CARLOS. — Bien. Ahora Miguelín te acomodará en vuestro cuarto. Antes debes aprenderte en seguida el edificio. Escucha: este rincón es nuestra peña, en la que desde ahora quedas admitido. Nada por en medio (Lo conduce.), para no tropezar. Le daremos la vuelta, para que te aprendas los sillones y veladores. (Los tres están ahora a la derecha.) ¡ Pero debes abandonar en seguida el bastón! No te dará falta.
JUANA.—(Tratando de cogérselo.) Trae. Se lo daremos al conserje para que lo guarde.
IGNACIO. — (Que se resiste.) No, no. Yo... soy algo torpe para andar sin él. Y no os molestéis tampoco en enseñarme el edificio. No lo aprendería.
(Un silencio.)
CARLOS.—Perdona. A tu gusto. Aunque debes intentar vencer rápidamente esa torpeza… ¿No has estudiado en nuestro colegio elemental?
IGNACIO.—No.
JUANA.—¿No eres de nacimiento?
IGNACIO.—Sí. Pero... mi familia...
CARLOS.—Bien. No te importe. Todos aquí somos de nacimiento y hemos estudiado en nuestros Centros, bajo la dirección de don Pablo.
JUANA.—¿Qué te ha parecido don Pablo?
IGNACIO.—Un hombre... absurdamente feliz.
CARLOS.—Como cualquiera que asistiese a la realización de sus mejores sueños de trabajo. Eso no es un absurdo.
JUANA. — Si te oyera doña Pepita...
CARLOS.—Ya conocerás a otros profesores no menos dichosos.
IGNACIO.— ¿Ciegos también?
Carlos.—Se dice invidentes. (Pausa breve.) Pues... según. El de Biología es invidente y está casado con la ayudante de Lenguas, que es vidente. También son videntes el de Física, el de…
IGNACIO.—Videntes...
JUANA.—Videntes. ¿Qué tiene de particular?
IGNACIO.—Oye, Carlos, y tú, Juana: Videntes. ¿Acaso es posible el matrimonio entre un ciego y una vidente?
CARLOS.—¿Tan raro te parece?
JUANA.— ¡Si hay muchos!
IGNACIO.— ¿Y entre un vidente y una ciega? (Silencio.) ¿Eh, Carlos? (Pausa breve.) Juana?
CARLOS.—Juana y yo conocemos uno de viejos...
IGNACIO.—Uno.
JUANA.—Y el de Pepe y Luisita. ¡Bien felices son!
IGNACIO. — Dos.
CARLOS. — (Sonriendo.) Ignacio… No te ofendas, pero estás algo afectado por la novedad de encontrarte aquí. ¿Cómo diría yo? Algo... anormal... Serénate. En esta casa sombra alegría para ti y lo pasarás bien. (Le da cordiales palmadas en el hombre. JUANA sonríe.)
IGNACIO.—Puede que esté... anormal. Todos lo estamos.
CARLOS. — (Sonriendo.) Ya hablaremos de eso. Aquí hace falta Miguelín, ¿eh, Juana? Me parece que no se ha machado. ¡Miguelín! (Miguelín atiende fastidiado, pero sin moverse.) No te hagas el muerto. Sé que estás aquí.
(Tanteando, se dirige a él, que se aprieta contra ELISA. Al fin, entre risas, lo toca.)
MIGUEL.—Ya te lo hare yo a ti cuando estés con Juana. ¿Qué pasa?
CARLOS.—Ven para acá.
MIGUEL.—No me da la gana.
CARLOS.—Ven y no hagas el tonto. Tengo que darte una orden de don Pablo.
MIGUEL. — (Incorporándose con desgana.) Si no se puede considerer incluida Elisita en esa orden, no voy.
ELISA.—Podrías dejar de utilizarme para tus chistes, ¿no crees?
MIGUEL.—No. No creo.
JUANA. — Ven tú también, Elisa. Ya es hora de que estemos juntas algún ratito.
MIGUEL. — No hay remedio. (Suspira.) En fin, vamos allá. (Con ELISA de su mano, y tras CARLOS, se acerca al grupo.) Desembucha.
CARLOS.—(A IGNACIO.) Este es Miguelín; el loco de la casa. El de antes. El rorro de la institución, nuestra mascota de diecisiete años. Así y todo, un gran chico. Elisita es su resignada niñera.
MIGUEL.—¡Complaciente! ¡Complaciente niñera!
ELISA.—¡Si pudieras callarte!
MIGUELÍN.—¡Es que no puedo!
CARLOS.—Vamos, dad la mano al nuevo.
MIGUEL.—(Haciéndolo, a Elisa.) Anda.... niñera..., da la mano al nuevo.
(Elisa lo hace y no puede evitar un ligero estremecimiento.)
CARLOS.—(A IGNACIO.) Miguelín será tu compañero de cuarto por disposición superior. Si no congenias con él, dilo y le ajustaremos las cuentas.
IGNACIO.—¿Por qué no voy a congeniar? Los dos somos ciegos.
(JUANA y ELISA se emparejan y hablan entre sí.)
MIGUEL.—¿Oyes, Carlos? Cuando yo decía que es un bromista...
IGNACIO. — Lo he dicho en serio.
MIGUEL.— ¡Ah! ¿Sí?... Pues gracias. Aunque yo no considero muy desgraciado. Mi única desgracia es tener que aguantar a...
ELISA. — (Saltando.) ¡Calla, estúpido! Ya sé por dónde vas. (Todos ríen, meno IGNACIO.)
MIGUEL. — Y mi mayor felicidad, que no hay ninguna suegra preparada.
ELISA. — ¡Bruto!
MIGUEL. — (A las muchachas.) ¿Por qué no seguís con vuestros cotilleos? Estabais muy bien así. (Ellas cuchichean y ríen ahogadamente.) ¡Las confidencias femeninas, Ignacio! Nada hay más terrible. (JUANA y ELISA le pellizcan.) ¡Ay! ¡Ay! ¿No lo dije?
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