Antonio Buero Vallejo
En La Ardiente Oscuridad 5
Posts  1 - 1  of  1
kitkat0291
CARLOS.—Nada. Dice que no se irá.
DON PABLO.—Le hablaría cordialmente, con todo el tacto necesario...
CARLOS. — Del modo más adecuado. No se preocupe por eso.
DON PABLO.—¿Y por qué no quiere irse?
(Pausa. DOÑA PEPITA mira curiosamente a CARLOS.)
CARLOS. — No lo sé.
DON PABLO.—¡Pues de un modo u otro tendrá que irse!
CARLOS. — Sí. Tiene que irse.
DON PABLO. — (Con aire preocupado.) Tiene que irse. Es el enemigo más desconcertante que ha tenido nuestra obra hasta ahora. No podemos con él, no… Es refractario a todo. (Impulsivo.) Carlos, piense usted también en algún remedio. Confío mucho en su talento.
DOÑA PEPITA. — Bueno. Ya lo estudiaremos despacio. Creo que deberían irse a descansar: es muy tarde.
DON PABLO. — Será lo mejor. Pero esta noche tampoco dormiré. ¿Vienes, Pepita?
DOÑAPEPITA. — Aún no. Voy a terminar estas notas. DON PABLO. — Buenas noches entonces. No olvide nuestro asunto, Carlos. (CARLOS no contesta.)
DOÑA PEPITA. — Adiós. Que descanses. (DON PABLO se va por la izquierda. DOÑA PEPITA se levanta y se acerca a CARLOS. Afectuosa, como siempre que se dirige a él.) ¿Usted no se acuesta hoy?
CARLOS. — (Sobresaltado.) ¿Eh?
DOÑA PEPITA.—Pero, ¿qué le ocurre, hombre?
CARLOS. — (Tratando de sonreír.) Nada.
DOÑA PEPITA. — Váyase a la cama. Le hace falta.
CARLOS. — Sí. Me duele la cabeza. Pero no tengo sueño.
DOÑA PEPITA Como quiera, hijo. (Enciende el portátil. Después va al chaflán y apaga la luz central. Vuelve a sentarse y empieza a murmurar, repasando sus notas. Escribe. De pronto para la pluma y mira a CARLOS, que se está levantando.) ¿Le dijo a Ignacio que se marchara cuando los vi antes aquí? (CARLOS no contesta. Su expresión es extrañamente rígida. Lentamente, avanza hacia el chaflán. DOÑA PEPITA, sorprendida:) ¿Se va usted?
CARLOS.—(Reportándose.) Voy a tomar un poco el aire para despejarme. Que usted descanse. Buenas noches.
(Sale por el chaflán.)
DOÑA PEPITA. — Buenas noches. Yo me voy ahora también. (Le ve salir con gesto conmiserativo. Después prosigue su trabajo. A poco se despereza. Mira el reloj de pulsera.) Las doce. (Se levanta y enciende la radio. Manipula. Comienza a oírse suavemente un fragmento de "La Muerte de Ase" del "Peer Gynt", de Grieg. DOÑA PEPITA escucha unos momentos. Dirige una mirada de desgana a las cuartillas. Lentamente, llega al ventanal y contempla la noche con la frente en los cristales. De repente, se estremece. Algo que ve la intriga.) ¿Eh? (Sigue mirando, haciéndose pantalla con las manos. Con tono de extraordinaria sorpresa:) ¿Qué hacen?
(Crispa las manos sobre el alféizar. Súbitamente retrocede como si la hubiesen dado un golpe en el pecho, mientras lanza un grito ahogado. Con la faz contraída por el horror, se vuelve. Se lleva las manos a la boca. Jadea. Al fin corre rápida al chaflán y sale. Por unos momentos se oye la melodía en la escena sola. Después, gritos lejanos, llamadas. Pausa. Por la puerta de la izquierda entran rápidamente MIGUELÍN y ANDRÉS.)
ANDRÉS.—¿Qué pasa?
MIGUEL.—(Sin dejar de andar.) No sé. Del campo piden socorro y dicen que vayamos tres o cuatro. Avisa en el dormitorio de la derecha.
(Salen por el chaflán. Pausa. ESPERANZA aparece por la izquierda, temblorosa, tanteando el aire. Poco después entra por el chaflán LOLITA, también muy afectada. Ambas, en bata y pijama.)
ESPERANZA.—¿Quién…, quién es?
LOLITA.—(Acercandose.) ¡Esperanza!
(Se abrazan en un rapto de miedo.)
ESPERANZA.—¿Has oído?
LOLITA.—Sí.
ESPERANZE.—¿Qué ocurre?
LOLITA.—¡No lo sé!
ESPERANZE.—¡No me dejes! Tengo miedo.
LOLITA. — (Abrazándose a ella de nuevo.) No se oye nada... Es horrible.
ESPERANZA. — ( Cayendo de rodillas.) ¡Dios mío, piedad!
LOLITA. — ¡No me asustes! ¡Levanta!
(La ayuda a hacerlo.)
ESPERANZA.— Tengo la sensación de algo irreparable...
LOLITA.— ¡Calla!
ESPERANZA. — Como si hubiésemos estado cometiendo un gran error... Me siento vacía... Y sola...
LOLITA.—¡Oiga pasos! (Se enfrenta con el chaflán.) ¡Vámonos!
ESPERANZA.—(Reteniéndola por una mano.) ¡No me dejes, Lolita! Estoy llena de pena... Duerme esta noche conmigo.
LOLITA. — ¡Se acercan!
ESPERANZA. — ¡Ven a mi alcoba! Es terrible esta soledad.
LOLITA.— Vamos, sí... Tengo trío.
(Se apresuran a salir por la izquierda, muy inquietas. Pausa. Se oyen murmullos después, y entran por el chaflán DOÑA PEPITA, que enciende en seguida la luz central, y tras ella ALBERTO y ANDRÉS, que traen el cadáver de IGNACIO, cuya cabeza cuelga y se bambolea. Tras ellos, MIGUELÍN, PEDRO y CARLOS, Vienen agitados, pálidos de emoción.)
DOÑA PEPITA.—Colóquenlo aquí, en el sofá. ¡Aprisa! Miguelín, apague esa radio, por favor. (MIGUELÍN lo hace y queda junto al aparato. DOÑA PEPITA toca en el brazo de Andrés.) Andrés, avise en seguida a don Pablo, se lo ruego.
ANDRÉS. — Ahora mismo.
(Se va por la izquierda.)
DOÑA PEPITA.—(Arrodillada, coge la muñeca de IGNACIO y le pone el oído junto al corazón.) ¡Está muerto!
(Con los ojos desorbitados, mira a CARLOS, que permanece impasible. Entra precipitadamente por la izquierda DON PABLO. Viene a medio vestir y sin gafas. Detrás de él entra de nuevo ANDRÉS.)
DON PABLO.—¿Qué pasa? ¿Qué le ha ocurrido a Ignacio? ¿Estás aquí, Pepita?
DOÑA PEPITA.—Ignacio se ha matado. Está aquí sobre el sofá.
DON PABLO.—¿Se ha matado?... ¡No comprendo! (Avanza hacia el sofá. Se inclina. Palpa.) ¿Cómo ha ocurrido? ¿Dónde?
DOÑA PEPITA.—En el campo de deportes. Yo realmente no sé... Llegué después.
DON PABLO.—¿No sabe nadie cómo ha sido? ¿Quién lo encontró primero?
CARLOS.—Yo.
DON PABLO.—¡Ah! Cuéntenos, cuéntenos, Carlos.
CARLOS. — Poco puedo decir. Había salido para tomar el aire, porque me dolía la cabeza. Me pareció oír ruidos hacia el tobogán... Me fui acercando. Al tiempo de llegar sentí un golpe sordo, muy fuerte. Y el movimiento del aire. Comprendí en seguida que debía tratarse de alguna desgracia. Llegué y palpé. Me pareció que era Ignacio. Se había caído desde la torreta ya su lado había una de las esterillas que se usan para el descenso. Entonces pedí socorro. Doña Pepita llegó en seguida y gritamos más... Después lo hemos traído aquí.
(Entretanto DOÑA PEPITA ha cubierto al muerto con el tapete de una de las mesitas.)
DON PABLO.—¿Cómo es posible? ¡Ahora lo entiendo meno! No comprendo qué tenía que hacer Ignacio subido a estas horas en la torreta del tobogán...
ANDRÉS.—Acaso se trate de un suicidio, don Pablo.
ALBERTO. — ¿Y para qué quería la esterilla, entonces? Ignacio se ha matado cuando intentaba deslizarse por el tobogán. Eso está muy claro. Ya sabemos que era muy torpe para todo.
DON PABLO.—Pero él no era hombre para esas cosas... ¿Qué le importaba el juego del tobogán? Por su misma torpeza no quiso nunca entrenarse con ustedes en ningún deporte.
MIGUEL. — Permita, don Pablo,que el alumno más joven de quizá con la razón que ustedes no encuentran. (Expectación. Yo conocía muy bien a Ignacio. (Dolorosamente.) Precisamente porque le torturaban tanto sus miserias, acaso tratase de uperarlas en secreto, simulando indiferencia por los juegos frente a nosotros. Creo que esta noche y muchas otras, seguramente, en que tardaba en llegar a nuestro cuarto, trataba de adquirir destreza sin necesidad de pasar por el ridículo. Ya saben que era muy susceptible...
DON PABLO.—("A moro muerto, gran lanzada 41".) En vez de aprender cuando se le indicaba, nos busca ahora esta complicación por su mala cabeza. Espero que esto sirva de lección a todos... (Breve pausa, durante la que los estudiantes desvían la cabeza, avergonzados.) Sí. Seguramente eso es lo que pasó. ¿No te parece, Pepita?
DOÑA PEPITA.—(Sin dejar de mirar a CARLOS.) Es muy posible...
DON PABLO— ¿Qué opina usted, Carlos?
CARLOS. — Me parece que Miguelín ha dado en el clavo.
DON PABLO.— Menos mal. La hipótesis del suicidio era muy desagradable. No hubiera compaginado bien con la moral de nuestro Centro.
DOÑA PEPITA.—¿Quieres que vaya a telefonear?
DON PABLO. — Es más indicado que vaya yo. Al padre también tendré que avisarle... ¡Pobre hombre! Recuerdo que me habló con miedo de los accidentes... ¡Pero un accidentepuede ocurrirle a cualquiera, y nosotros podemos demostrar que el tobogán y los otros juegos responden a una adecuada pedagogía! ¿Verdad, Pepita?
DOÑA PEPITA.—Sí, anda. No te preocupes por eso. Yo me quedaré aquí.
DON PABLO. — El muy... ¡torpe!, trataba de... ¡Claro!
(Se va por el chaflán. Entra por la izquierda, aún vestida, ELISA. Se detiene cerca de la puerta.)
ELISA.—¿Qué ha pasado? Dicen por ahí que Ignacio...
MIGUEL. — Ignacio se ha matado. Aquí está su cadáver.
ELISA. — (Cora sorpresa y sin emoción) ¡Oh!
(Instintivamente se acerca a Miguelín hasta tocarle. Desliza sus manos por la cintura de él, en un expresivo gesto de reapropiación. MIGUELÍN la rodea fuertemente el talle. Poco a poco, ELISA reclina la cabeza sobre el hombro de MIGUELÍN.)
DOÑA PEPITA. — Creo que deben marcharse todos de aquí. Muchas gracias por su ayuda y procuren no comentar demasiado con los compañeros. Buenas noches. (Despide con palmaditas en el hombro a Pedro ya Alberto por el chaflán.) Recomienden que no venga nadie a esta habitación.
(ANDRÉS se va también por la izquierda. Tras él, MIGUELÍN y ELISA, enlazados. Él va serio y tranquilo. Ella no puede evitar una sonrisa feliz.)
ELISA.— Casi es mejor para él... No estaba hecho para la vida. ¿No te parece, Miguelín?
MIGUEL. — (Cariñoso.) Sí. Ha sido lo mejor que le podía ocurrir. Era muy torpe para todo.
(Se oyen por la izquierda las llamadas de JUANA, que aparece en seguida, con bata, cruzando ante ellos. MIGUELÍN, contristado, intenta detenerla, mas ELISA lo retiene de nuevo, suave, y lo conduce a la puerta, por donde salen.
JUANA. — ¡Carlos! ¡Carlos! ¿Estás aquí?
CARLOS.—Aquí estoy, Juana.
(Ella le encuentra en el primer término y se arroja en sus brazos, sollozando.)
JUANA. — ¡Carlos! (CARLOS la acoge con una desencantada sonrisa. DOÑA PEPITA los mira dolorosamente .) ¡Pobre Ignacio!
CARLOS. — Ya descansa.
JUANA. — Sí. Ahora es más feliz. (Llora.) ¡Perdóname! Sé que te he hecho sufrir...
CARLOS. — No tengo nada que perdonarte, querida mía.
JUANA. — ¡Sí, sí! Tengo que confesarte muchas cosas... Me pesan horriblemente... Pero mi intención era buena, ¡te lo juro! ¡Yo nunca he dejado de quererte, Carlos!
CARLOS. — Lo sé, Juana, lo sé.
JUANA.—¿Me perdonarás? ¡Te lo confesaré todo! ¡Todo!
CARLOS. — No es preciso, ya que nada grave puede ser. Te lo perdono todo sin saberlo.
JUANA. — ¡Carlos! (Le besa impulsivamente.)
DOÑA PEPITA. — (Sombría.) Será mejor que vuelva a su cuarto, señorita.
CARLOS. — Tiene usted razón. Vamos, Juanita. Debemos marcharnos.
(Enlazados; él, melancólico, y ella, vibrando, se dirigen a la izquierda.)
DOÑA PEPITA. — (Con trabajo.) Usted quédese, Carlos. Quiero hablarle.
CARLOS. — (Inclina la cabeza.) Está bien. Adiós, Juana.
JUANA.—Hasta mañana, Carlos. ¡¡Y gracias!!
(Separan lentamente sus manos. JUANA se M|. CARLOS queda en pie, aguardando. DOÑA PEPITA le mira angustiada. Una larga pausa.)
DOÑA PEPITA.—Ha sido lamentable, ¿verdad?
CARLOS.— Sí. (Pausa.)
DOÑA PEPITA. — (Se acerca, mirándole fijamente.) Sería inútil negar que el Centro se ha librado de su mayor pesadilla... Que todos vamos a descansar ya revivir... La solución que antes reclamaba don Pablo... se ha dado ya. (Con acento de reproche.) ¡Pero nadie esperaba... tanto!
CARLOS. — (Terminante.) Sea como sea, el peligro se cortó a tiempo.
DOÑA PEPITA. — (Amarga.) ¿Usted cree?
CARLOS. — (Despectivo.) ¿No se dió cuenta? Muerto Ignacio, sus mejores amigos le abandonan; murmuran sobre su cadáver. Ah, los ciegos, los ciegos! ¡Se creen con derecho a compadercerle; ellos, que son pequeños y vulgares! Miguelín y Elisa se reconcilian. Los demás respiran como si les hubiesen librado de un gran peso. ¡Vuelve la alegría a la casa! ¡Todo se arregla!
DOÑA PEPITA. — Me apena oírle...
CARLOS. — (Violento.) or qué?
(Breve pausa.)
DOÑA PEPITA. — (En un arranque.) ¡Qué ha hecho usted?
CARLOS.—(Irguiéndose.) No comprendo qué quiere decir.
DOÑA PEPITA. — A veces, Carlos, creemos hacer un bien y cometemos un grave error...
CARLOS. — No sé a qué se refiere.
DOÑA PEPITA.— Tampoco acertamos a comprender, a veces, que no se nos habla para inquietarnos, sino para consolarnos... Se nos acercan personas que nosquieren y sufren al vernos sufrir, y no queremos entenderlo.... Las rechazamos cuando más desesperadamente necesitamos descansar en un pecho amigo...
CARLOS. — (Frío.) Muchas gracias por su afecto..., que es innecesario ahora.
DOÑA PEPITA. — (Cogiéndole las manos.) ¡Hijo!
CARLOS.—(Desasiéndose.) No soy tonto, doña Pepita. Comprendo de sobra lo que insinúa. Ignacio y yo, a la misma hora, en el campo de deportes... Esa suposición es falsa.
DOÑA PEPITA. — ¡Claro que sí! ¡Falsa! No he dicho yo otra cosa. (Lenta.) Ni pienso decir otra cosa.
CARLOS. — No puedo agradecérselo. Nada hice.
DOÑA PEPITA. — (Con una fugaz mirada al muerto.) Y el pobre Ignacio ya nada podrá decir... Pero cálmese, Carlos... Suponiendo que fuese cierto... (Movimiento de él.) ¡Ya, ya sé que no lo es! Pero en el caso de que lo fuese, nada podría arreglarse ya hablando..., y el Centro está por encima de todo.
CARLOS. — Opino lo mismo.
DOÑA PEPITA. — Y todos nuestros actos deben tender a beneficiarle, ¿no es así?
CARLOS.—(Irónico.) Así es. Sé lo que piensa; no se canse.
DOÑA PEPITA. — O a beneficiarnos personalmente.
CARLOS. ... ¡Le repito que es falso lo que piensa!
DOÑA PEPITA. — (Que se acerca por detrás y apoya sus manos en los hombros de él.) Bien... Me he engañado. No ha habido ningún crimen; ni siquiera un crimen pasional. Usted no quiere provocar la piedad de nadie. ¿Ni de Juana?
CARLOS.—(Feroz.) Juana deberá aprender a evitar ese peligroso sentimiento.
(Pausa. Su mano juguetea con las piezas del tablero.)
DOÑA PEPITA. — Carlos...
CARLOS. — Qué.
DOÑA PEPITA. — Le haría tanto bien abandonarse...
CARLOS. — (Levantándose de golpe.) ¡Basta! ¡No se obstine en conseguir una confesión imposible! ¿Qué pretende? ¿Acreditar su sagacidad? ¿Representar conmigo el papel de madre a falta de hijos propios?
DOÑA PEPITA. — (Lívida.) Es usted cruel... No lo seré yo tanto. Porque, hace media hora, yo trabajaba aquí, y pudo ocurrírseme levantarme para mirar por el ventanal. No lo hice.Acaso, de hacerlo, habría visto a alguien que subía las escaleras del tobogán cargado con el cuerpo de Ignacio... ¡Ignacio desvanecido, o quizá ya muerto! (Pausa.) Luego, desde arriba, se precipita el cuerpo... sin tener la precaución de pensar en los ojos de los demás. Siempre olvidamos la vista ajena. Sólo Ignacio pensaba en ella. (Pausa.) Pero yo no vi nada, porque no me levanté.
(Aguarda, espiando su rostro.)
CARLOS. — ¡No, no vió nada! Y aunque se hubiese levantado y hubiese creído ver... (Con infinito desprecio.) ¿Qué es la vista? ¡No existe aquí la vista! ¿Cómo se atreve a invocar el testimonio de sus ojos? ¡Bah!
DOÑA PEPITA. — (Llorosa.) Hijo mío, no es bueno ser tan duro.
CARLOS. — ¡Déjeme! Y no intente vencerme con sus repugnantes argucias femeninas!
DOÑA PEPITA. — Olvida que soy casi una vieja...
CARLOS. — ¡Usted es quien parece haberlo olvidado!
DOÑA PEPITA.—¿Qué dice? (Llorando.) ¡Loco, está ested loco!...
CARLOS.—(Desesperado.) ¡Sí! ¡Márchese!
(Pausa.)
DOÑA PEPITA.—(Turbada.) Sí, me voy... Parece que don Pablo tarda demasiado... (Inicia la marcha y se detiene.) Y usted no quiere amistad, ni paz... No quiere paz ahora. Porque cree haber vencido, y eso le basta. Pero usted no ha vencido, Carlos; acuérdese de lo que le digo... Usted no ha vencido.
(Engloba en una triste mirada al asesino ya su víctima, y sale por el chaflán. CARLOS se derrumba sobre la silla. Su cabeza pierde la rigidez anterior y se dobla sobre el pecho. Su respiración es a cada momento más agitada: al fin, no puede más y se despechuga, despojándose con un gesto que es mitad de ahogo de indiferencia, de la corbata. Después vuelve la cabeza hacia el fondo, como si atendiese a alguna inaudible llamada. Luego se levanta, vacilante. Al hacerlo, derriba involuntariamente con la manga las fichas del tablero, que ponen con su discordante ruido una nota agria y brutal en el momento. Se detiene un segundo, asustado por el percance, y palpa con tristeza las fichas. Después avanza hacia el cadáver. Ya a su lado, en la suprema amargura de su soledad irremediable, cae de rodillas y descubre con un gesto brusco la pálida faz del muerto, que toca con la desesperanza de quien toca a un dormido que ya no podrá despertar.Luego, se levanta, como atraído por una fuerza extraña, y se acerca tanteando al ventanal. Allí queda inmóvil, frente a la luz de las estrellas. Una voz grave, que pronto se encandece y vibra de pasión infinita—la suya--, comienza a oírse.)
CARLOS.--...Y ahora están brillando las estrellas con todo su esplendor, y los videntes gozan de su presencia maravillosa. Esos mundos lejanísimos están ahí tras los cristales (Sus manos, como las alas de un pájaro herido, tiemblan y repiquetean contra la cárcel misteriosa del cristal.) ¡Al alcance de nuestra vista!..., si la tuviéramos...

(TELÓN LENTO)
Save
Cancel
Reply
 
x
OK